sábado, 23 de agosto de 2008

Te lo "dije"


Era otro sábado más del calendario, de esos comunes que le anteceden a un número en color rojo que te insinúa que puede o no ser tu noche, mientras tanto yo vivía una complicada relación a distancia - de esas en las que te das un tiempo sin compromisos de pareja de por medio-, promediando las veintitrés horas y ya tacleado en las cuatro letras luego de las clásicas excusas como que el celular no tiene batería o que el hermano menor podía despertar en el silencio de la noche, yo frente a la computadora me excorcizaba de sapos y culebras enyagando mis dedos con burlas colectivas junto a mi antisocial grupo de amiguitos verdes; de pronto un suceso inesperado, el vibrador de mi celular anunciaba un mensaje nuevo en la bandeja, sospeché sería alguna promoción de aquellas con las que Telefónica no duda en despertarnos hasta del sueño mas tibio en el más remiso de los horarios, absolví mi duda quince minutos más tarde, un número desconocido para mi memoria iniciaba con código 96, “¡Código de Piura¡” me dije, “Soy Mariela, toy n Trujiyo, pa un Congres, sta night iremos a un point q se iama TRIBUTO, anda ps…ah¡ m kito con la Chio” me dijo el mensaje a mí, “¡Genial¡” le dije yo al mensaje; solo me puse una saco del color de mis zapatitos –marrones-, me arreglé las hebras del cabello, me cambie de lentes y también -claro está- de ropa interior; ya en la puerta del edificio el taxista me preguntaba “¿A donde lo llevo caballero?”, “A la gloria señor”; Rocío estudió sus primeros ciclos de Derecho en Trujillo, fuimos buenos compañeros, y por unas semanas algo más, no era muy atractiva que digamos, tenía algo raro en su andar, caminaba como si tuviese aún el planchador en la blusa y ni que decir de su mirada estrábica –sin saberlo, la juzgaba por mirar a otros chicos mientras charlábamos, ¡pobre!- ni de su tercer dedo del pie derecho -era tan grande en comparación de los demás que hacía de su pie un gesto obsceno, odiaba verla en sandalias-, pero en desmedro de lo vilmente mencionado –me desprecio por ello, pero atiende a fines narrativos-, su figura parecía recortada de una revista, y enfatizo por si quedó duda alguna, ¡de una revista!; agregado a lo anterior habría que mencionar que despertar con Rocío por la mañana era tan fácil como la tabla del uno, como que Alán haga subir los precios, o como ganarle a Perú en las Eliminatorias, esa era mi noche y no la desaprovecharía por nada de este Mundo, así tuviese que ir en contra de sus reglas; había que entender que estaba en veda y no soportaba más estar tan duro como la lengua de un muerto o tan tieso como la pieza de un preso, piensen en eso, no se puede vivir en el interior con algo tan espeso; ya en la puerta del local, el DJ programó a ZZ Top y su arrogante La Grange –para pedir misericordias-, mi ingreso no podía ser mejor -por un segundo me sentí como Fonsi -, Mariela me saludó desde su asiento, Rocío se puso de pie y con un fuerte abrazo me regaló su calor que azuzó rápidamente el mío, no tardando en lograr hacerme ebullir por las orejas; entre nosotros existía química, existía atracción, sabía bien que esa noche la naturaleza haría los demás; durante la velada charlamos como nunca y nos toqueteamos bajo la mesa como siempre, la música era genial y no invitaba a mostrar la torpe danza de mis zapatitos marrones; tequilas van, pellizcones vienen, y ya era el momento de la proposición, “¿Te gustaría ir a un sitio más cómodo?” le pregunté, “Adónde tu me lleves” me respondió, “¡Taxi!” yo grité, ella río, y en cinco minutos estaríamos en mi pensión; llegamos a la Lote 19 de la Manzana Q –ayy mi vieja pensión-, ya en las escaleras que nos llevarían al tercer piso y también a la gloria –dije que ahí iría-, como todo buen caballero le cedí el paso –viejo truco- y acompañé su ascenso desde posición privilegiada –sentí otra vez por mis orejas ebullir-, al llegar a la habitación no podía sacar aún de mi cabeza a ZZ Top, así que los busqué velozmente en el ordenador mientras Rocío se ponía cómoda, colgué también el saco y prendí una vela, ahora sí, ya todo estaba listo; ella se contagió fácilmente por el ritmo de la música e inoculada de delirio me puso frente a ella, acarició fuertemente con su mano izquierda mis testes y luego con la derecha me empujó hacia la cama, como una leona rozó su abultado pecho desde mis rodillas hasta mi rostro para luego regalarme junto a su lengua un beso que sintió hasta mi garganta, ahora era mi turno, me abalancé sobre ella y sentí como la ropa estorbaba, me quité la camisa, ella la blusa y juntos así la poca vergüenza, volví a besarla en los labios, luego en el cuello, mordisquee sus pechos aún cubiertos y me detuve a jugar con su ombligo, cuando intenté trazar un caminito más hacia el sur, me sentí de pronto atado a ella y con esa atadura una presión en el cuello, era mi cadena de oro, su dije con forma de letra se había atorado en la presilla delantera de su brasier, la cadena fue el regalo de mi novia en nuestro segundo aniversario y el dije en nuestro tercero, la primera letra de su nombre se hizo notar en la cama y su nombre completo en mi cabeza, entonces me puse de pie y le pedí a Rocío que sería mejor que se marchara, “No es por ti, ni por mí, es por ella y si bien nos hemos dado un tiempo, no me parece justo”, Rocío se quedó en silencio, acomodó su blusa y se dirigió a la puerta, al cerrarla en el mutismo del pasillo se le oyó decir “le dije a Mariella que mejor llamase a Rodrigo”; a veces las leyes de la química o de la física no bastan, existen también las leyes de la conciencia que son las que verdaderamente dictan nuestros actos, esa noche no conocí la gloria, pero en la sensación de no culpa reside algo muy parecido; si bien a las dos semanas siguientes de lo narrado líneas arriba, la señorita del dije terminó conmigo por correo electrónico pues ya llevaba un mes saliendo con otro joven –que era por la distancia y esas cosas, me argumentó- y por correo postal tuve yo que enviarle la dorada cadenita y su respectivo dije –que solo ella lo usaría, me juró-, nada ha hecho que recuerde mi decisión con pesar; “los arrepentimientos son reflexiones para después de la muerte” es el apotegma que heredé de mi padre, aunque algunas veces a causa de este tópico, me provoca estar muerto, al menos por un segundo y así poderme excusar.

jueves, 21 de agosto de 2008

Del Teatro al recuerdo, y de la casualidad al Teatro


Diez minutos para las siete de la noche y en el teatro Municipal me aguardaba la última función de temporada del show “Tres cuerdas”, aquella noche con una puesta de guitarras con lo mejor de la música celta, y yo a aún a cinco cuadras; aspiré de mi colilla blanca su último hollín de muerte y empecé mi estampida entre mimos, transeúntes y mercachifles; en las intersecciones de San Martín con Bolognesi una fémina del orden con la palma de su mano derecha y un estruendoso pitar detuvo mi acelerado paso, y dio consentimiento al carnaval amarillo, pero no fue el homogéneo tráfico lo que llamaría mi atención, en la otra acera un metro setenta caminaba en botas, y en su espalda filuda caían unos crespos bien hechos que desordenaron –aún más- los míos, al final de ellos unas caderas fértiles dibujaron mis futuros pasos, era Maribel, reconocí rápidamente su altivo andar -y algo más-, en verdad era conocido en todo Fátima – su antigua Urba-, descuidé mi cauce anterior y enajenado me eché a seguirla; me dijeron que se fue a vivir a Lima, que su hermana la menor salió embarazada, que mas daba, ya habría tiempo para las preguntas, la realidad es que estaba cerca de mí, hasta podía inhalar de su italianísimo Dolce Gabbana; durante el recorrido de dos cuadras recordé al detalle nuestra primera cita, fue en el viejo cine Primavera hacía ya dos años, la noche de nuestro primer beso y la anterior a nuestro último -fuimos a ver una de esas películas de Scorsese donde no se cansa de mostrar violencia e irlandeses-, desde ese entonces a la fecha ya muchas cosas habían cambiado, yo ya no tenía novia, en verdad ni perro quien me ladrase, ¿y ella?, buenoo, bueno ella estaba a dos metros delante mío, de pronto nos detuvimos unos segundos por misericordia de la luz verde de un viejo semáforo; Dice Einstein que los planos universales son curvos, Coelho que el Universo conspira, Sábato que existen los estratos horizontales, Calamaro que es tan redonda la ciudad que algún día nos caeremos los dos, y mi madre que el mundo es un pañuelo, por mi parte creo que la casualidad es solo la percepción de ésta; intenté emular al célebre Alfie –al Cain, no al Law- y me detuve a su lado, contraje la garganta y sin mirarla articulé un saludo que contuviese la palabra que aprendí esa mañana: alacridad. “Mis ojos y su alacridad contrastan con esta ciudad cada vez mas triste desde que te fuiste, Maribel” cantaron mis labios, y me di la media vuelta hacia ella con los ojos tan afilados como la hoja de un papel nuevo, ella más sorprendida que contenta resumió su saludo a un beso protocolar y un escueto “Hola”, de pronto un destello dorado de su anular cegó mis intenciones, mas no mis ojos, que esta vez como dos bolas de jazz en querosene reconocían delante nuestro a un fortachón con cara de muy poca camaradería, quien como estreñido nos observaba, como aguardando un desenlace, la observé por un nanosegundo mientras el verde cedía su luz al rojo, y solo acerté a otro beso protocolar, pero esta vez de despedida, acompañado de un entredentado “Hasta luego, cuídate”; un giro de ciento ochenta grados y estaba otra vez camino al teatro, y también a salvo; ya ubicado en platea, en la butaca diez de la fila siete, recordé –otra vez- aquella primera cita y pensé que desde aquel entonces las cosas sí habían cambiado, me pregunté si tocarían el estribillo de aquel tema de Drupick Murphys que formaba parte de la banda sonora del citado filme de Scorsese, que vimos aquella noche y que silbé como un demente al salir del cine, ese mismo estribillo que reconocería años mas tarde en una danza interpretada por los Flor de Loto; súbitamente recordé –otra vez- el coloquial dicho de mi madre y como un escalofrío me invadió –una vez más- la percepción de la inexistente casualidad.

lunes, 18 de agosto de 2008

martes, 12 de agosto de 2008

Alegorías: El Nazgûl y la Mariposa


Mi niño estaba en un juego de video donde el héroe estaba hecho de su carne y sus huesos, la misión: escapar de un espectro de lengua azul, jinete de una bestia endemoniada, que con sus ostentosas garras trataba de arrancarle las articulaciones, reconoció: era el Nazgûl de sus lecturas Tolkianas, se sintió en la Batalla de los Campos de Pelennor, rápidamente entendió que todo era un sueño, ninguna compañía de la Industria de Videojuegos le había echado el ojo a aquella historia, aún, además los avances tecnológicos en dicha área no habían creado todavía, para orgullo de la realidad, la consola que brinde al jugador la emoción virtual de las tres dimensiones espaciales; el Nazgûl estaba ya sobre su cabeza, mi niño se prometió a viva voz videojuego alguno no volver a manipular, de pronto el Nazgûl en presuroso vuelo se precipitó contra su cuerpo inmovilizado por el miedo, no funciona el mando se preguntó, no¡ no¡, no funciono yo se respondió; su grito mudo no evitaría la embestida, pero con cada metro que el espectro y su infernal bestia descendían sus formas cambiaban, la morfología bestial se transformaba en la de un sutil animalillo, el espectro avernal desaparecía del mismo modo que la cola triangular de la bestia que cabalgaba, sus inmensas alas escamosas se reducían hasta convertirse en unas suaves y frágiles, su cabeza en ovillo y su tronco como en un capullo, de pronto ante si se mostraba una mariposa, una violácea, una muy oscura, del color anterior al de la nada, la misma que inmensa se reducía a cada metro que descendía, era hermosa, oscura pero hermosa; sintió un vahído, en acto reflejo su brazos trémolos intentaron cubrir su rostro, la bestia se había transformado en algo bello, pero el miedo no, este era aún mayor, era el miedo en su instancia última, el que no te permite mover ni lo ojos que están tan abiertos como la caverna de tu garganta, y no puedes oír nada más que los latidos de tu corazón, era el miedo anterior al de la muerte, el terror; la mariposa cobró forma y tamaño natural y se posó sobre su hombro derecho, le quemó como una daga incandescente; sus ojos se abrieron de par en par y su mano izquierda azotaba contra su hombro derecho y luego contra la nada, despertó del todo, entendió lo que ya sabía, que era todo un sueño, pero ahora con una doble sensación, la de sentirse a salvo y la de una cama húmeda que expedía olores mezcla de amoniaco y urea, pensó en su padre y en su cinto de cuero color caqui; las pesadillas no eran algo novedoso para él, por eso siempre dormía boca arriba, así se sentía menos expuesto, y siempre con la frazada sobre el rostro, pues todas las noches luego del beso y la plegaria de su madre el techo le develaba imágenes indescifrables, notó entonces que la sábana no le cubría esta vez el rostro y lo más extraño tampoco los pies; se vio y se pensó mayor, sin saberlo se sintió adulto, como de veintitrés, por un momento se le fue de la mente el cinto de su padre; pensó con una lógica que hasta el día anterior le era ajena, y lejana temporalmente: que en tan poco tiempo había crecido sin haber crecido nada, Nazgûles o mariposas, sería siempre la misma cosa, la misma alegoría: Miedo.