domingo, 15 de noviembre de 2009

La Paula


Si la Paula me viera en esta noche de invierno, con este camisón de rayas viejo y no almidonado, y tomando el té a las doce de la noche, si me viera así, ¡ni me viera!
Si la Paula estuviera a mi lado no se sentaría a ver futbol peruano, ni se echaría un tanguito los domingos por la tarde con los atorrantes de Tanghetto. “Atorrantes”, así los hubiera llamado ella. Y es que la Paula, tan enamorada del “Polaco” Goyeneche, me hubiera privado de cientos de sus dulces de leche de tan solo conocer mis sacrilegios musicales. Y es que por sus venas corría sangre de La Plata, pero la verdadera correntada fluía en su sonrisa, una sonrisa amplia que desembocaba en la esquinita de mi cuadra, en una casa cercada por un corredor con tejas coloradas y donde habitaba un viejo almendro. Hasta allá por la tarde y después de la escuela yo corría que corría, hasta donde habitaba un viejo almendro, en una casa cercada por tejas coloradas en la esquinita de mi cuadra, que era donde empezaba la sonrisa de la Paula.
En esas tardes de pantalones cortos supe decorar dulces de leche, estructurar origamis, y estudiar de los labios de la Paula las hazañas mitológicas de sus dioses preferidos: Gardel y La Negra. En esas tardes descubrí a la abuela que nunca tuve, o sin saberlo a la abuela que siempre perdí.
Cana y robusta, de mirada azul y extraña nostalgia, la Paula supo darme las mañanas cuando salía a la escuela, las tardes cuando volvía, y la leche con canela y nata luego de hacer los deberes. “Deberes” así les llamaba ella.
Y es que la Paula era en mi léxico de cuajo, “de la patada”. Pero no siempre se es cuajo y por tanto no siempre se es “de la patada”. Los años nos crecen y a los trece o catorce la anciana que almidona hasta los calcetines deja de convertirse en un análogo de diversión. Supongo que fue esa la causa o excusa de que poco a poco y sin remediarlo, me fuera distanciado de la casa de la esquina, del árbol de almendro, y de la noble alma que los cuidaba. Y es que no recuerdo a la Paula a mi lado en mis líos con la trigonometría, ni regañándome cuando a los quince me botaron de la escuela. Y todo eso fue porque sencillamente dejé de visitarla, como algunos nietos dejan de visitar a sus abuelas.
Así se pasaron los años, saludándola de corredor a corredor, y ya no bajo el almendro; saludándola con la palma de la mano extendida, y ya no con un beso en extenso.
Unos años después, cuando cumplí los dieciséis años debía mudarme a Trujillo para iniciar la Universidad, debía dejar la vieja cuadra y sus recuerdos. Fue entones que la noche anterior a la de mi viaje, un trece de marzo del 2000, tuve una despedida en casa de Carlos, y como en toda despedida donde abundan las copas y las nostalgias la hora se me pasó como un soplido, y como a los dieciséis aún se es un ceniciento, regresé a casa con el alba y con el temor de una monumental reprimenda. Fue entonces que al doblar la esquina en dirección a mi inminente regaño, un viejo tango me detuvo por unos segundos, era “Naranjo en flor” que se dejaba escuchar nítidamente si me asomaba al corredor que cercaba el vigoroso almendro. Era el tango preferido de la Paula con el que todas las mañanas despertaba antes de regar su almendro. De pronto me invadieron deseos infantiles de sentarme a su lado a tomar leche con nata y canela, y ¿por qué no?, contarle de mi futuro en la universidad, de mi mudanza y hasta de la niña que dejaba por no caber en ninguna de mis maletas. Sin embargo pensé que era muy temprano para despedirme y muy tarde para saludarle. Lo que nunca pensé es que si luego de mi viaje, tendría otra vez esa oportunidad.
Durante estos siete años que viví en Trujillo supe poco de tangos y milongas, y hasta casi se me olvidó el sabor de la nata caliente y el olor de la canela. En esos años no recuerdo haber vuelto a ver un almendro, y no recuerdo haber vuelto a recordar a la Paula. A veces la desmemoria es selectiva, y otras tantas solo injusta.
Hoy por la mañana me enteré vía telefónica que Paula Paterlini Maktub falleció en Rosario hace varios meses, de muerte natural y a decir de Tania su hija mayor, sin sufrimiento alguno. La Paula había viajado para Argentina en las fiestas navideñas del año 2000 para conocer a Adrian, su primer nieto, y desde entonces, al igual que yo, nunca más regresó a la cuadra. Semanas después su casa fue comprada por unos inversionistas chilenos en una transacción que se realizó vía telefónica. Hoy en la esquinita ya no vive ni la Paula ni su almendro, funciona una gran farmacia.
Hoy al cerrar los ojos, recuerdo su canto y copio su voz…“era más blanda que el agua blanda, que era más fresca que el río, se fue de la calle de estío, de la calle perdida, se fue dejando un pedazo de vida. Se marchó”. Adiós Paula.