lunes, 20 de diciembre de 2010

Suicidio a la curcilería


Esta noche llegué a casa, a una casa que no es mi casa. De inmediato me saqué la corbata, ese lazo cogotero cuya única utilidad es la de darnos la sensación de libertad al momento de sacárnosla. Acto seguido hice girar un disco de la Bersuit, me senté en la cama y agaché la cabeza, luego no pude evitar el ponerme a sollozar.
Estaba de duelo, esa tarde había suicidado a mi idealista del amor. Y es que no pude más con ese tonto greñudo que se la pasaba dibujando flores en los ventanales y construyendo castillos plagados de dragones y sin reynas, todo por el solo hobbie de amar.
Infaltable metiche, siempre se aparecía en mis más anhelados flirteos, solo para poseerme con una verborrea clamorosa en cursilerías y arrebatos, y así lograr espantar a todos mis posibles ligues. Hasta me ha hecho padecer ridículos inenarrables como aquella vez que me disfrazó de corazón para un aniversario, o la mañana que me obligó a caminar toda la corte de Piura con un corazón de rosas que encerraban el nombre de mi pareja de turno y el mío. Porque para él eso era amar, y yo falto de carácter por mucho tiempo le creí.
Con el pasar de los años, veía como todos mis amigos iban acumulando más citas que yo libros. Todos habían pasado la base tres cuando yo aún pedía permiso y cerraba los ojos para dar un beso. Fue entonces que intenté convencerle (antes que a mí) de que ese era el camino errado, que ahora las chicas solo quieren pasarla bien, y que el amor había sido instaurado en el nuevo siglo con nuevas estructuras, había dejado de ser detalles y letra, para convertirse en pura acción somática. Fue entonces que eche a andar mi misión y desempolve una docena de Lp’s de Julio Iglesias y se los hice escuchar, pero solo logré alimentar su melomanía. Luego le hice ver las siete temporadas de “Two and a Half men”, y lo único que aprendió fue a beber mucho y a usar camisetas de bolos, fue cuando definitivamente decidí darme por vencido.
Hasta que de pronto apareció una mujer en mi vida, una mujer que usaba las mismas palabras que el greñudo, que se derretía con las flores y los bombones, que todas las noches me dejaba una notita de amor, algunas veces debajo de la puerta y otras en los bolsillos de mi pantalón. Y entendí que valió la pena la espera y también la técnica, la técnica para amar. Pero nadie me enseñó ni a mí ni a mi greñudo idealista que el amor como sus técnicas son estacionales, y que como el hielo (por más guardián que tenga) también se derrite. Esa mujer que apareció en mi vida, empezó de a pocos a desaparecer, con los meses fue pareciéndose a cualquier mujer, menos a la que conocí.
Esta mañana esa mujer me atravesó el corazón con un cuchillo en forma de e-mail. Al medio día ya la veía almorzando con su jefe quien en la tarde de la mano la acompañaba a hacer las comprar de navidad.
Debía tomar acciones inmediatas, regresé a mi habitación y encontré a ese tonto romántico recostado sobre el sofá escribiendo poemas sobre papel azul, fue entonces que mi irá desaté contra el cuello del tonto que tantas efímeras emociones me había hecho alcanzar, con mis manos apreté tan fuerte el cuello de ese idealista enamorado que vi saltar sus ojos en forma de corazones, en forma de esos estúpidos duraznos rojos que me hizo dibujar como a un bobo para la decoración de mis misivas. El pobre infeliz sacó la lengua, y como si fuese una alfombra empezó a torcerla como queriendo escurrir las palabras que mis fuertes manos le impedían pronunciar. Su resistencia fue heroica, pero mi inclemencia también lo fue. Le golpeé la testa contra el suelo tantas veces, como tantas se burlaron de mí, de mis cartas, de mis poemas, de mis visitas sorpresa, de mis serenatas y de este blog. Lo golpeé con la misma fuerza con la que me golpearon esos gritos que a mi oído golpeaban: "loco", "cursi", "anticuado", "simplón", "bobo".
Fue así que lo suicidé, matando en mí todo lo que existía de esa febril y estúpida forma de amar. Ahora sé que no será fácil para mí hablar de “eso”, y deberé empezar a manosear las mismas palabras de amor que se le entregan a cualquiera, a aprender que lo mejor es poco entregar, a falsear mi identidad y a descubrir que para amar siendo estúpido seré feliz. Con el ritmo de esta epifanía prisionera empezaré una nueva vida. Y como consecuencia natural quizá y deberé también dejar de escribir, sin embargo discúlpenme los felices por esta decisión, si es que existiera la resurrección y en tres días vuelvo a nacer.

domingo, 24 de octubre de 2010

Carta para mí


Me declaraste la guerra a pesar de las banderas de paz. Pertrechos de rencor e ira acorazaron tu corazón, tan rojo como la sangre que derramaría.

Las primeras ráfagas de odio acribillaron a los buenos momentos, y el fuego de tu resentimiento incendió los contactos electrónicos y las redes sociales. Ni un vestigio de “lo que un día fue”, fue tu orden superior.

Frente el clima desolado que dejaron tus ataques te esperé y esperé, siempre observándote desde mí lejano atalaya. Aunque digan que un buen guerrero nunca debe volver la vista atrás, yo por mal guerrero o por buen diplomático lo seguí haciendo.

Desde lo alto acataba las órdenes de la razón, contrarias a las de mi corazón que a grito sordo me pedía regresar a tu campo de batalla. Aunque fuese solo para morir al besarte.

Fue entonces que un sabio consejero de guerra me dijo que es mejor esperar a que el río sangre para poder irle a beber. Y yo, por buen obediente o mal disidente, te seguí esperando.

Pero con la noche nuevos disparos empezaron a anunciar la llegada de un largo silencio, uno de ellos ha dejado coja mi sonrisa, que ahora dibuja una mueca cuando piensa en nuestro pasado. Un pasado que yace muerto en algún lado de tu campo de batalla, sin lapida ni entierro, sin rostro ni recuerdo, porque es así como mueren los pasados.

En esa arena de sangre seca, el aire que respirábamos de un soplido se ha marchado. Hoy no existe ni brisa que avive el fuego del amor, porque ya no hay ni amor ni fuego. Será mejor buscar ritos cautos en nuestras almas herejes, ritos por los cuales a cambio de ofrendas podamos recibir bálsamos.

Es por eso que te escribo una carta de tregua para buscar la paz, en donde no quede un solo espacio en blanco que deje lugar a tu venganza. Una carta en donde no se escriba para contarnos algo que ya sabíamos, aunque no lo dijéramos.

Una carta en donde encontremos como solución el exilio. Ese que me permita viajar a ninguna parte, sin paraderos y sin huellas. Porque no hay más planetas por descubrir donde pueda esconderte, ni más ojos que puedan resistir el no verte, solo quiero me devuelvas el amor que me arrebataste y se lo entregues por caridad al abajo firmante.

Así por ironía alcanzaremos la victoria los dos. Tú al depositar tu mayor cuota al olvido y yo al quedarme con toda tu tristeza. Porque la tristeza también sabe a rodajas de miel, porque la tristeza es dulce también.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Bailando el baile de los "agarres"

El término “agarre” se ha convertido en uno de los colectivos neolingüisticos más generalizados. Si no pudiste con ellas dirás que fueron solo un agarre, y si pudiste con ellas dirás también lo mismo. Si fracasaste a la etapa: “vamos a casa para que conozcas a mis apis”, dirás que fue solo tu agarre; y si fuiste tú el que decidió tenerla de contrabando nomás, dirás lo mismo. Es así que en la filosofía del machazo ganador, ellas siempre pierden. Pero qué sucede si son ellas las que simplemente deciden tenernos de agarre.

Es así que en los últimos años el término ya no es exclusividad de aquellos caballeros despechados y de los otros que se hacen llamar “winner”, sino por el contrario es también ahora de uso femenino. Ahora ellas también nos tienen de agarre. Reconozcámoslo.


Debo mencionar que en mi corto historial de filtreos, remembres, y de más, no he tenido muchos agarres, soy más de esos que se enamora con facilidad, no puedo jugar a regímenes temporales, ¡soy de los definitivos! por utilizar términos aduaneros que hoy por hoy están en boga. En resumen me pongo como cuerda de guitarra al toque. Y aún sabiendo que gozo de gran destreza para la práctica del juego del “templado monce”, pensé en viajar y visitar a la chica con la que estuve saliendo todo el verano pasado, y que ha esquivado olímpicamente mis correos y llamadas telefónicas en las últimas semanas. Quizá mi capacidad de entendimiento era ajena a esos amores de vado y gorrión, y no podía asimilar que algo tan maravilloso podría terminarse sencillamente por la distancia o un simple viaje. Caramba, no dicen acaso que el amor puede contra todo. Y yo, estaba enamorado.


Por otro lado me resistía (no sé si por carecer de falsa vanidad) por choteado a utilizar la filosofía del “winner”, y comentar en cenáculos y tertulias que la chica que conocí en la playa el último verano fue simplemente mi agarre (y eso que yo sí llegué a la etapa de conocer su casa y a sus apis). Ese viaje era la oportunidad de tenerla face to face y saber de una vez por todas que podía pasar y que no, entre nosotros. Salir del limbo era la consigna.


Entonces con mochila a las espaldas y la nalga tiesa llegué a la Horrible una tarde de junio, un seminario de jóvenes emprendedores fue la excusa perfecta, dos días con todo pagado gracias a que soy advenedizo de un grupo ecológico integrado por ex compañeros universitarios. Concluido el seminario y sus diferentes actividades, en un día miércoles al medio día me armé de valor y me decidí a llamarla por teléfono, ella sorprendida por mi pasajera estancia en territorios que ahora le pertenecían, propuso (para mi sorpresa) un pronto encuentro en un café de Lince. Yo por tonto y perezoso acepté, léase bien, lo hice por tonto y perezoso. Y es que a veces el facilismo de las pasiones suele destruir a lo genuino de los sentimientos. Los que por una noche perdieron una vida, sabrán comprender estas líneas.


Esa tarde me puse un saco azul y zapatillas rojas, los lentes de carey más negros y gruesos que encontré, y con esa pinta de intelectual rebelde que tanto les gusta a las mujeres liberales de enciclopedia, me fui prontamente al encuentro de la mujer de mis angustias. Al observarla me di cuenta que nada había cambiado en ella, morral al brazo izquierdo, pines en la solapa, un café con leche en una de sus manos, y en la otra el Etiqueta Negra de la semana. Era la misma fiera de siempre, la sola diferencia es que se había mudado de jungla.


De un instante a otro cambio todo su condición de sofisticada chica informada de café céntrico de un miércoles por la tarde, por la de una espontánea quinceañera, saltó de un cómodo mueble y me dio fuerte abrazo, cayeron la revista y su pesado bolso al suelo, el café se salvo por escasos centímetros, y nos unimos en un romper de huesos que fue salvado estrechamente por su abrigo y mi saco.


Me invitó a tomar asiento, y en poco menos de una hora nos actualizamos de nuestras vidas, y de las vidas de esas vidas que teníamos en común, comentamos de política y del clero, me hizo un test publicado en una vieja revista que llevaba consigo, y yo le hice un breve diagnóstico de su gastritis. Me tomó de la mano cuado recordó la muerte de Benedetti, y yo la suya cuando recordé la de Saramago. Se enterneció al recordarme que aún me recuerda en sus sueños, y yo al reconocer en su recuerdo el dolor de los míos. Y luego de ese instante de sinceridad envuelta en dolor nos echamos a reír por la practicidad de nuestras mentes liberales. El nudo se había desatado con su sola pregunta: ¿estás hospedado cerca?


No escribiré líneas sobre lo que sucedió esa tarde-noche-mañana, pues las leyes de lo antrópico me lo impiden, ya que lo que sentí en ese instante difería de lo que vivía en ese presente, del mismo modo hoy estoy convencido de no estar seguro si lo que viví fue lo que realmente viví, y quizá en un tiempo dude también de mis actuales dudas.


Lo que sí puedo escribir es que a la mañana siguiente el ruido del agua que discurría por el lavatorio me despertó de un porrazo, ella había abierto la ducha tan de golpe como de golpe abrió mi corazón al decirme la tarde anterior que aún me extrañaba. Mientras ella empezaba a tomar una ducha, yo empezaba a despertarme. Con los ojos entreabiertos miré a mi alrededor y empecé a sentirme un victorioso gladiador de esa arena en que se había transformado la habitación, tendido en las sábanas color rojo que le daban una apariencia medio putañesca a la cama (ideal para sus fines) observaba mi cuerpo reposado y lleno de un vigor que me animaba.


Me sentía poseedor de todo lo que me rodeaba, material e inmaterialmente, que por unos momentos olvidé que esa mujer desnuda en la ducha hacía varias lunas que no era mía, si es que alguna vez lo fue. Entonces empecé a realizar ese ritual neurótico y estúpido que consiste en revisar las pertenencias ajenas, ese escrutinio innecesario que te lleva a buscar lo que no quieres encontrar, y que casi siempre terminas encontrando.


Abrir su cartera no fue difícil, la ha usado por siempre sin cierre, y fue su agenda con lo que me encontré primero, fui directo hacia su directorio y me di cuenta que ahora tenía cuatro hojas nuevas llenas de nombres, direcciones y teléfonos, cuatro hojas en cuatro meses no está nada mal pensé, a mí me hubiese tomado eso cuatro años. Busqué en su agenda que hizo el día seis de mayo (último de nuestros aniversarios –celebrado a la distancia-) y encontré solo una estrellita pegada que decía: “día importante”. Sonreí. De pronto algo empezó a vibrar, era su celular anunciando la llegada de un mensaje de texto. Instintivamente y sin remediar en las consecuencias presioné el botón de lectura, el remitente era un tal Juan Martín y el mensaje decía: “Si encendemos el cielo por la noche, es deber recoger las estrellas por la mañana, te extraño mi amor”. A veces me parece increíble la manera fotográfica con la que puedo recordar ese mensaje. No tuve tiempo ni de pensar en el contenido cuando le sentí salir de la ducha. Rápidamente camuflé su celular entre libros, artículos de cosmética y demás, me abalancé sobre la cama y apelando a mis dotes histriónicos hice la pose canina del muertito, no sé por cuantos minutos estuve panza arriba y con la boca semiabierta, pero fueron los minutos suficientes para quedarme otra vez dormido (la tarde-noche anterior había sido muy larga), y para que ella sentada sobre el filo de la cama se untase todo tipo de menjunjes que le supieran quitar el olor a mí.


Al despertar por segunda vez quise cree que el mensaje leído en su celular habían sido solo un mal sueño, de esos breves que uno tiene entre sueño y sueño, pero no era así, todo era real, mi desilusión, su ausencia, todo. En el espejo de la habitación, donde horas atrás deliramos al observarnos mientras hacíamos el amor, colgaba un post color azul escrito en tinta roja. Ella había escrito: “Carlitos, tengo reu de grupo, tú sabes mi examen es en unos meses. Llámame. Tú ángel”. Evidentemente la llamé por la tarde, y también por la noche, y también lo volví a hacer por la mañana del día siguiente cuando mi bus se detuvo en Trujillo. Pero no respondería a mis llamadas y a mis correos, sino hasta después de varios días.


Nunca supe si esa mañana de miércoles del mes de junio, al verme dormido se despidió de mí con un beso, si se río de mí antes de cruzar la puerta, si revisó también mi celular, o si la prisa le hizo olvidar hacer todas las anteriores. Solo sé que esa tarde-noche-mañana, me agarró de “su agarre”, como lo hizo durante todo el verano. Al final y quizá sea como dicen Los Pericos, me fue falta la experiencia para que no me tomen de relajo, y también me fue falto el orgullo y vanidad. Ahora solo queda seguir meditando si quiero seguir bailando o no de su rock and roll.

viernes, 30 de julio de 2010

Entre el destierro y el asilo de la razón y la culpa


Sentado frente a un teclado en la última noche de un feriado largo, intento destilar tinta por las llemas de los dedos, mientras por el ventanal del quinto piso de un céntrico hotel observo una inusual luna, se parece a la de mi playa azul, pienso.

En los últimos meses me he resistido a dibujar en letras mis ideas y pensamientos. Perdí la necesidad de contar historias, o quizá en algún descuido esa necesidad fue devorada por el diablo cojo que duerme bajo mi cama. Y al cual, aún no sé por qué, no me animo a desterrar.

Vivo en tiempos convulsos, haciendo drama en mi propia vida como un artista de vanguardia. Y es qué en estos tiempos la línea delgada entre lo vulgar y lo artístico radica en el desenlace de una historia. Los finales felices son para los gringos fenicios, y los tristes para los talentosos.

Días tras noches me alimento haciendo nudos hasta en los más delgados cabellos, tratando de alejarme de aquellos que viven enfermos de estupidez, pero aún no lo consigo.

Mañana tomaré un bus de retorno, con todo el significado que contiene esa palabra. Despertaré con mi vicio de turno: Lou Reed, por la mañana leeré las mismas noticias de ayer aunque con diferentes protagonistas, por la noche estaré sentado dos horas en frente de esta misma pc releyendo las mismas tonterías, y durante el resto del día miraré ciento veintidós veces mi celular esperando no sé qué.

Mañana también cerraré un libro de mi vida con la misma página del libro anterior y con el final triste de siempre. Sólo para no perder la vena artística. Y tal vez antes de dormir invite al diablo cojo a dormir junto a mí, pidiéndole a cambio que vomite mis viejas ganas que se tragó en mi ausencia. De haber sido el diablo cojo el culpable, y de aceptar mi propuesta, podré encontrar la necesidad de contar sobre ese libro de mi vida, y otros más, y tal vez por fin pueda entender el significado de su asilo.