domingo, 13 de julio de 2008

Promesas

Cayó la tarde y con ella su ritual de costumbre, una taza de café y una colilla más en la panza de su mosca de acero y madera, así se hizo la música de las danzas rotas que decoran las paredes blancas de su habitación; toc toc, y de pronto buscan a la ventanita de su testa, esa ventanita que mira hacia el callejón de atrás y que otros llaman recuerdo, era el llamado de un nombre en grafiti y serpentina, ya es veintiuno de setiembre en Madrid pensó; su callejón lo llevó a la efeméride perfecta, a diez calendarios atrás, a dos jovencitos en bicicleta, un corazón en plata y dos promesas: la suya, que en su día prometía nunca olvidarla y la de ella que solemne prometía nunca hacerle una promesa, él sin entenderla solo sonrió y la abrazó muy fuerte, será quizá porque a los quince se siente más de lo que se piensa o porque las nenas desarrollan más pronto que los nenes, tuvo que esperar la llegada de la madurez para entender su adulta negativa; ajeno a la paradoja, su callejón se hace con los años más corto, no le habitan recientes recreables solo deambula cómplice del tiempo, un fulano de nombre Juan y apellido Olvido, quizá por ello sediento de recientes recreables o solo autómata como últimamente acostumbraba, colocó el nombre completo de su amor en pantalones cortos en la casilla correspondiente de la guía telefónica interactiva de España, y obtuvo por respuesta cero encontrados, en segundo intento colocó en la casilla esta vez su nombre de casada, la respuesta llegó con diez dígitos en negrita y un torcijón en la panza; tras diez minutos, y ya menos absorto, recorrió su virtual callejón buscando como sorprenderla, escudriñando en sus frases comunes, en sus palabras mas usadas, en los comentarios que lograban robarle carcajadas, pero no diseñó técnica ni estrategia alguna, sabía que de ese modo ella lo habría preferido, golpeó con el pulgar diez veces la botonera, tres eternos beep como zumbidos de un molesto zancudo en la oreja, le preludiaron una infante respuesta, ¡Hola!, era Carlitos que sin esperar devolución al saludo le agregó al más grande, “Mamá Ceci está de cumpleaños, ¿desea saludarla?”, con un monosílabo le respondió al más pequeño y tras diez segundos tan huecos que podrían caber en ellos una vida entera, se oyó un ronquito y dulce “Bueno, ¿con quién tengo el gusto?”, era ella con su voz de candil, esa misma voz con la que hacía sombra al morir de las olas en su playa azul, era otra vez la voz ron ron a su oído, voz ron ron, así la llamaba él, “Hola, soy Carlos”, y tras otros segundos huecos “¿Cual Carlos?” ella replicó, “¿Fernández, Arrízala”?, desarmado por oírle tras años silentes, desarmado por el olvido, sus labios le titubearon a versos escritos en madrugada, a coros tristes de Ubiergo y compañía, a frases resaltadas en sus libros de cabecera, titubeó a gritarle quien era, quien canta, quien ríe, quien recorre callejones, quien hace sapitos en las olas, quien llora, quien nunca ríe y hasta quien es quien, pero su pulgar derecho no corrió la misma suerte de sus labios y sin enmiendas atinó al botoncito rojo que en pequeña letras azules decía colgar; entrada la noche no halló mayores lecturas a lo sucedido, solo buscaba cumplir su promesa y de algún modo asegurarse que ella la suya propia.

jueves, 3 de julio de 2008

Querencias y necesidades por un dolor de panza


La temprana mañana me despertó con fuerte dolor de panza, la cómplice perfecta de otros desajustes menos físicos; tendido cual sábana plegada con las narices sobre las rodillas en el hoy inmenso de mi cama, desatendí la recomendación telefónica que desde secretaría me invitaba a pedir por delivery una medicina, sabía yo que la causa no era endógena, residía a cientos de kilómetros. Autómata, cogí el control de la cajita entumecedora de ingenios, había que distraer la mente respondí, diez minutos de zapping y de pronto un rostro angelical me sonreía con su anchísima sonrisa, era la niña dulce de oscuros y lizos cabellos, de ojos afilados y cuello elegante, era mi novia adolescente, Winny, la perfecta alegoría de ese níveo romance de secundaria, de amor en chaqueta y zapatillas, con la mujercita compañera escolar, amiga y vecina, preferida por tus padres y con un hermano mayor que te defendía de toda socarrona de barrio; existe una gran diferencia entre lo que queremos y necesitamos pensé, luego echando ha andar la divagación, recordé: Paul McCartney nació y creció en la zona dura de Liverpool de los 50’s, siempre quiso alcurnia, ya exitoso la consiguió al lado de Jane Asher, una joven rica londinense de quien poco después se separaría ya habiéndole dedicado "I’m looking througt you", para poco después casarse con Linda Eastman la mujer que necesitaba y que solo un cáncer de mama le arrebataría; por su parte otro ex - beatle, George Harrison, siempre opacado por la popularidad y físico de los restantes escarabajos, en su interior siempre anheló una mujer hermosa, era lo que quería, se casó con la bellísima modelo Pettie Boyd a quien le fuera dedicadas "Something" por George y "Lyla" por Eric Clapton, su siguiente esposo, por quien abandonaría a Harrison, luego el virtuosísimo guitarrista de Liverpool se casaría con la mexicana Olivia Arias, la mujer que necesitaba, y de quien solo lo separaría un cáncer al pulmón; ambos, ídolos y refrentes por antonomasia de la contracultura de finales de los años 60', al igual que los mortales quieren y necesitan; feligreses y dioses, todos aún adultos tenemos necesidades por madres, amigas, guardianas celosas, hijas con puchero y pechos fieles; y querencias por rostros bonitos, agendas llenas, rasguños dorsales y sofisticación en pieles; entre necesidades y querencias o querencias y necesidades pensé: que a los veintitrés no se puede ser un Dawson Leery o un Kevin Arnold, pero y es que aveces la nostalgia le gana a la edad, entre tanto sonó el intercomunicador, era un delivery de una de esas tantas cadenas de droguerías chilenas que abundan en nuestra ciudad y que taclaeran en la nunca hace algunos años a las extintas boticas de barrio, era un delivery con tres botones arenosos y compactos, al verlos pequeñitos y coloridos sobre la enorme palma de mi mano, los guardé eternamente en el bolsillo derecho de mi pijama color marrón, corrí a vestirme de inmediato para luego irme mejorado y libre de placebos a la oficina, al menos lo suficientemente tarde para agradecer el gesto a Elizabeth, invitarle a almorzar y contarle mis divagaciones, escuchó atenta las últimas pero rechazó la primera, me dijo que una sopita caliente en su departamento sería mejor para mi dolencia, soenreí, ella ignoraba que mi dolor de panza desde su envió ya se había marchado.