sábado, 13 de septiembre de 2008

La Catarsis del Desorden


Los anteriores fines de semana estuve ausente de la Primaveral, viajes forzosos por preocupaciones no forzadas, me llevaron entre Piura y Lima, así entre tanto viaje y entre tanta ausencia, descompuse la armonía de mis posesiones materiales y también etéreas. Por ello este último sábado desperté nadando en un muladar y con una extraña sensación de soledad, quizá porque en mis cortos éxodos me recibieron viejos amores, viejos amigos y mucha familia, y aquella mañana mucha ropa sucia, cientos de envolturas de Sorrento, y un chiclayanísimo KinKong pegostreado en el escritorio, del cual sobró heroicamente y en perfecto estado una generosa tajada que aprovecho en devorar mientras escribo estas líneas. Soy de la idea que cuando tu habitación está desordenada, lo está también tu propia vida, ergo partiendo del orden de la primera podrás hallar el orden en la segunda, es así que las labores de orden y limpieza se han convertido hace mucho, en mi mejor catarsis. Doña Esther, quien fuera hace varios años la empleada de mi hogar, rezaba: “entre escobazos y fregones se olvidan culebrones”.
Así durante casi todo el sábado barrí pisos, fregué losetas, enceré parquets, sacudí muebles, lavé ropa y hasta clasifiqué por orden alfabético mis libros y discos, pero algo extraño sucedía, la catarsis no surtía efectos. Entrada la noche me sentía como al despertar, solo y desordenado. Me convencí que de todos modos debía culminar mi empresa, por ello procedí al orden y limpieza de unas viejas cajas que moraban en el desván, las mismas que por su contenido me delatan como un diligente cachivachero. Entre mis álbumes de figuritas, fotografías amarillentas y un cofrecito con noventa y dos juegos de llaves, convivían invaluables vestigios de mi pasado juvenil. Fue así que a los cuarenta y cinco minutos mi habitación estaba invadida de objetos que con olor a guardado se hacían un sitio entre el escritorio, el ordenador y la cama, de pronto el piso era un collage de fotografías, la cortina uno de pines, y mi cabeza uno de recuerdos. La habitación había perdido su orden.
Releí los mensajitos que Susana dejaba en mi carpeta durante los breaks de Historia I, repasé la decena de conciertos que disfruté en el Inca, sumé cuanto derroché en telefonía móvil durante mi relación a distancia con Karen, fue así que entre posts, flayers y tarjetas prepago (de aquellas añejas muy parecidas a las tarjetas de débito), encontré una vieja carta, de un viejo amor que con viejas letras me escribía:
“Hoy por la noche antes de ir a dormir, pensaré en ti, recordaré tu mirada para descansar junto al amor y la paz que tus ojos me obsequian, Duerme Bien mi Bien.
PD: Te obsequio a Augustito, mi viejo peluche, que ha estado conmigo hace mucho y ahora estará con los dos. Te acompañará cuando yo no esté y así no te sentirás solo. ¡Seremos una familia Unida! Te amo”
De pronto cerré los ojos y pensé que si dormía bien, ella podría pensarme, recordar así mi mirada y quizá, hasta volverme a amar. Abracé a Augustito quien estaba al lado de la carta y me decidí a descansar sumergido entre el contenido regado de mis viejas cajas. Pero fue de ese modo que por primera vez en varias horas me sentí acompañado y en armonía conmigo mismo. Ese sábado ordené mis recuerdos y con ellos parte de mi presente, mi habitación tuvo que esperar un día más.

martes, 2 de septiembre de 2008

De Las Despedidas y sus demonios


Las despedidas son situaciones bizarras y muy complejas, las hay como en una Carta de Chifa, con cientos de platos con cientos de ingredientes que no conoces ni entiendes, pero que al final siempre tragas; hay quienes las odian y otros quienes nos odiamos ante ellas.
Las despedidas más recurrentes son las cotidianas, deambulan desde restaurantes hasta avenidas, aquellas nacen producto de un muy ocasional encuentro y no se ven por tanto, en su mayoría, investidas de formalidades o asaltadas por sentimientos. Las hay también a corto plazo, ellas (a diferencia de las anteriores) cargan con sentimientos tan ligeros como el equipaje de ocasión.
Están por otro lado las despedidas largas (en tiempo y distancia), ellas moran en terminales terrestres y aeropuertos, acompañadas de flujos nasales y batallas olímpicas con el “yo desolado” por no abrir el cañito de los ojos, aunque al final siempre se pierda la jodida batalla; en estas despedidas gobierna, de modo autoritario, el terrible desconsuelo por la futura ausencia fáctica de un ser amado. Pero están también las despedidas felices (en las que los lóbulos de las orejas sufren amenaza de mordisco), aquellas se circunscriben a una futura expectativa de satisfacción, es así que todos recordamos nuestra sonrisa de clown con la que nos despedimos de nuestros padres a los dieciséis, el día del recordadísimo viaje de promoción y todas sus chances ad portas de un ligue con la compañera(o) de carpeta por quien babeamos los horrendos cinco años del martirio adolescente llamado Secundaria.
Sin embargo existe una despedida muy particular e innominada, es la agridulce despedida mezcla de las dos anteriores descritas en el párrafo anterior. En estas despedidas sabes que es necesario el alejamiento por la necesidad de alcanzar esa expectativa futura (ajena o propia), y por otro lado no asimilas esa necesidad de alejamiento, pues es honda la tristeza por la ausencia física de quien parte o es “partido” (es harto sabido que quien se queda es quien más sufre). Terminada la secundaria experimenté ajenamente (debido a los albores de la juventud) una despedida con la descrita connotación, mientras la Universidad y su gama de posibilidades me extendía los brazos a cientos de kilómetros al sur de mi morada azul (Paita), mis padres cerraban los suyos para darme un fuerte abrazo de despedida, recuerdo bien que aquella noche que partí mientras empacaba discos y sueños de independencia, mi padre, como buen ahorrador que siempre fue, abría nimiamente el cañito de sus ojos. Hoy a mis veinticuatro años en el medio día de un domingo, me encuentro de pie en un terminal terrestre con la nariz pegada en la puerta de embarque, y ya hecho todo un padre, hijo, amigo, confidente, cómplice y de más de una niña zapatona que calza treinta y ocho, experimento la despedida agridulce de modo propio. Lástima que, de entre las mil y un cosas que me enseñó mi padre, no me enseñó a ser ahorrador.