Los anteriores fines de semana estuve ausente de la Primaveral, viajes forzosos por preocupaciones no forzadas, me llevaron entre Piura y Lima, así entre tanto viaje y entre tanta ausencia, descompuse la armonía de mis posesiones materiales y también etéreas. Por ello este último sábado desperté nadando en un muladar y con una extraña sensación de soledad, quizá porque en mis cortos éxodos me recibieron viejos amores, viejos amigos y mucha familia, y aquella mañana mucha ropa sucia, cientos de envolturas de Sorrento, y un chiclayanísimo KinKong pegostreado en el escritorio, del cual sobró heroicamente y en perfecto estado una generosa tajada que aprovecho en devorar mientras escribo estas líneas. Soy de la idea que cuando tu habitación está desordenada, lo está también tu propia vida, ergo partiendo del orden de la primera podrás hallar el orden en la segunda, es así que las labores de orden y limpieza se han convertido hace mucho, en mi mejor catarsis. Doña Esther, quien fuera hace varios años la empleada de mi hogar, rezaba: “entre escobazos y fregones se olvidan culebrones”.
Así durante casi todo el sábado barrí pisos, fregué losetas, enceré parquets, sacudí muebles, lavé ropa y hasta clasifiqué por orden alfabético mis libros y discos, pero algo extraño sucedía, la catarsis no surtía efectos. Entrada la noche me sentía como al despertar, solo y desordenado. Me convencí que de todos modos debía culminar mi empresa, por ello procedí al orden y limpieza de unas viejas cajas que moraban en el desván, las mismas que por su contenido me delatan como un diligente cachivachero. Entre mis álbumes de figuritas, fotografías amarillentas y un cofrecito con noventa y dos juegos de llaves, convivían invaluables vestigios de mi pasado juvenil. Fue así que a los cuarenta y cinco minutos mi habitación estaba invadida de objetos que con olor a guardado se hacían un sitio entre el escritorio, el ordenador y la cama, de pronto el piso era un collage de fotografías, la cortina uno de pines, y mi cabeza uno de recuerdos. La habitación había perdido su orden.
Releí los mensajitos que Susana dejaba en mi carpeta durante los breaks de Historia I, repasé la decena de conciertos que disfruté en el Inca, sumé cuanto derroché en telefonía móvil durante mi relación a distancia con Karen, fue así que entre posts, flayers y tarjetas prepago (de aquellas añejas muy parecidas a las tarjetas de débito), encontré una vieja carta, de un viejo amor que con viejas letras me escribía:
“Hoy por la noche antes de ir a dormir, pensaré en ti, recordaré tu mirada para descansar junto al amor y la paz que tus ojos me obsequian, Duerme Bien mi Bien.
PD: Te obsequio a Augustito, mi viejo peluche, que ha estado conmigo hace mucho y ahora estará con los dos. Te acompañará cuando yo no esté y así no te sentirás solo. ¡Seremos una familia Unida! Te amo”
De pronto cerré los ojos y pensé que si dormía bien, ella podría pensarme, recordar así mi mirada y quizá, hasta volverme a amar. Abracé a Augustito quien estaba al lado de la carta y me decidí a descansar sumergido entre el contenido regado de mis viejas cajas. Pero fue de ese modo que por primera vez en varias horas me sentí acompañado y en armonía conmigo mismo. Ese sábado ordené mis recuerdos y con ellos parte de mi presente, mi habitación tuvo que esperar un día más.
Así durante casi todo el sábado barrí pisos, fregué losetas, enceré parquets, sacudí muebles, lavé ropa y hasta clasifiqué por orden alfabético mis libros y discos, pero algo extraño sucedía, la catarsis no surtía efectos. Entrada la noche me sentía como al despertar, solo y desordenado. Me convencí que de todos modos debía culminar mi empresa, por ello procedí al orden y limpieza de unas viejas cajas que moraban en el desván, las mismas que por su contenido me delatan como un diligente cachivachero. Entre mis álbumes de figuritas, fotografías amarillentas y un cofrecito con noventa y dos juegos de llaves, convivían invaluables vestigios de mi pasado juvenil. Fue así que a los cuarenta y cinco minutos mi habitación estaba invadida de objetos que con olor a guardado se hacían un sitio entre el escritorio, el ordenador y la cama, de pronto el piso era un collage de fotografías, la cortina uno de pines, y mi cabeza uno de recuerdos. La habitación había perdido su orden.
Releí los mensajitos que Susana dejaba en mi carpeta durante los breaks de Historia I, repasé la decena de conciertos que disfruté en el Inca, sumé cuanto derroché en telefonía móvil durante mi relación a distancia con Karen, fue así que entre posts, flayers y tarjetas prepago (de aquellas añejas muy parecidas a las tarjetas de débito), encontré una vieja carta, de un viejo amor que con viejas letras me escribía:
“Hoy por la noche antes de ir a dormir, pensaré en ti, recordaré tu mirada para descansar junto al amor y la paz que tus ojos me obsequian, Duerme Bien mi Bien.
PD: Te obsequio a Augustito, mi viejo peluche, que ha estado conmigo hace mucho y ahora estará con los dos. Te acompañará cuando yo no esté y así no te sentirás solo. ¡Seremos una familia Unida! Te amo”
De pronto cerré los ojos y pensé que si dormía bien, ella podría pensarme, recordar así mi mirada y quizá, hasta volverme a amar. Abracé a Augustito quien estaba al lado de la carta y me decidí a descansar sumergido entre el contenido regado de mis viejas cajas. Pero fue de ese modo que por primera vez en varias horas me sentí acompañado y en armonía conmigo mismo. Ese sábado ordené mis recuerdos y con ellos parte de mi presente, mi habitación tuvo que esperar un día más.